"Retazos, bosquejo de once escritores (y un ilustrador)", es un libro de cuentos donde aparece el cuento El río de agua turbia, escrito por un servidor. En ésta entrada se muestra un preámbulo que no aparece en las páginas editadas del libro y que tal vez nos ayuden a comprender un poco más lo que sucede en ese pueblo maldito.
El río de agua turbia: Preámbulo
Los cobijaba la tranquilidad de la mañana. Eran dos viejos jugando ajedrez y tomando té de manzanilla. El primero por diversión, el segundo para la digestión.
—¡Oh, por favor no te quedes tan callado! —Dijo Don Eugenio con aire soñoliento antes de darle un trago a su té—. Que el silencio no es sino otra forma de expresar la inconformidad o la ignorancia. Y no te considero en absoluto ignorante.
Don Alfredo estaba pensativo, con un cigarro en la mano. Admiraba los árboles y el viento, los pajarillos y el ruido del arroyo. Miraba también, al fondo, las montañas que se extenderían hasta perderse en un laberinto de nubes y secretos. “Son como sus arrugas… de la Madre”, pensó, y luego se tocó con la yema de los dedos sus propias arrugas.
—No, no te preocupes Eugenio. No podría estar inconforme al pasar una tarde contigo. Un cigarro —se detuvo a darle una calada—, una taza de té, el viento y los árboles. ¿Acaso habrá goce mayor? No me respondas, sé que los hay. Pero es que en verdad he disfrutado estos años contigo, amigo. De verdad. A veces pienso en las formas en que mi vida se habría dislocado de no haber sido por tu estancia en ella. Siempre latoso y quisquilloso. No te ofendas, es parte de tu encanto.
Mensaje subliminal: clic en la imagen
—¡Pero qué disparates dices! ¡Y con qué aire tan melancólico! ¿Es que otra vez pasarás la tarde royendo todas las posibles maneras en que pudiste vivir? Escucha, si cortas un árbol mil veces, crecerá de mil maneras; en tal caso, si lo vuelves a cortar, descubrirá una manera nueva de crecer. Grandiosos los árboles. Pero tú no eres un árbol, y yo tampoco. No podemos cortar episodios en nuestra vida y volver a empezarlos. Somos como viejos troncos que seguirán creciendo hasta que caigan por su propio peso.
—Todo lo que dices es verdad, sin embargo no es eso lo que me angustia —movió un alfil tres cuadros.
—Cuéntame entonces, ¿qué es lo que te pasa? —Preguntó mientras se comía el alfil con un caballo.
Alfredo se impresionó un poco de la jugada tan descuidada que había hecho. Terminó su cigarrillo y se distrajo dándole un sorbo al té para buscar las palabras precisas. Se volteó al escuchar una golondrina que llegaba a visitarlos. El pájaro se paró y bebió agua de un charco, luego investigó el lugar hasta encontrar lo que había ido a buscar: con su pico arranco un trocito de hierba y se fue volando.
—Es temporada de golondrinas —finalmente dijo.
—No entiendo —dijo Eugenio con cara de espanto. Temía que su amigo por fin hubiera perdido un tornillo. O dos.
—Es temporada de golondrinas. Mírala, allá va —señaló con el dedo huesudo al pájaro que se había ido volando hacia el sur. Sonrió al ver que Eugenio no terminaba de entender—. Es temporada de golondrinas y las golondrinas revolotean juntando hierba y lodo para armar su nido. Entonces así podrán poner sus huevos y ver crecer a sus polluelos.
—¿Te estás burlando de mí?
Alfredo soltó una risotada seguida por un ataque de tos.
—¡En verdad me sorprendes, Eugenio! ¿Es que no te das cuenta? Quiero decir. ¡Es temporada de golondrinas! Eso sólo puede significar una cosa: que la primavera está nada más y nada menos que a la vuelta de la esquina. ¡La primavera, exquisita primavera llena de perfumes y de amor!
—¿Qué sugieres? ¿Quieres que te corte flores o que cante con los pájaros? ¿Quieres que brinque en el riachuelos y persiga mariposas? ¡Eres un romántico, Alfredo! En todo caso, si tanto te gusta la Estación de las Flores, ¿por qué te aflige pensar en ella?
—¡Oh, serás en verdad quisquilloso! Dices muchas verdades y qué verdad más cruel acabas de decir. Amo la primavera y detesto la primavera. Me roe no por sus colores y olores. Mi pesar es más mórbido y siniestro. ¿Es que no te acuerdas ya, Eugenio? ¡Si tu mismo reniegas de Sus asuntos! ¿Es que no te acuerdas ya de la locura y el óbito? ¡Recuerda las sombras, si no quieres recordar las acciones! ¡Los rostros si no los nombres! Tantas flores marchitas éstas últimas primaveras… Y yo que no puedo simplemente irme. Eugenio, ¿sabes? A veces me siento y pienso con largarme de una buena vez. Conocer gente nueva, nuevos lugares y encontrar un lugar dónde pueda sentarme en paz en mi mecedora tomando té o un café y un cigarro. Catarina estaría a mi lado tejiendo o leyendo o haciendo alguna otra cosa de mujeres. Entonces podría seguir envejeciendo, Eugenio. Quisiera poder envejecer tanto que leer un diccionario me pareciera una buena idea, y luego morir. Pero sigo aferrado a este lugar. Sigo aquí esperando cada año la maldita primavera. ¡La sangrienta y colorida primavera! ¿Es que no tenemos libertad, Eugenio? ¿Es que ya no somos ni siquiera libres de actuar? Pensamos mucho, cada tarde en ésta mesa frente al atardecer, pero no hacemos nada. ¡No podemos hacer nada!
Eugenio estaba pasmado, le habían arrancado todas las palabras de la boca y su alma estaba encasillada en un silencio apaciguado. Era como un lago sereno, pero con una leve perturbación en la parte más lejana, como si una gotita hubiera caído de ninguna parte solo para perturbar la tranquilidad del agua. Era un lago que a Eugenio se le antojaba muy profundo y oscuro, de esos que dan miedo y no te atreverías a entrar a nadar. Nunca sabes lo que pueda haber allí abajo, qué clase de monstruos o trampas antiguas pudieran atraparte y hundirte hasta el lodo y las sombras.
Alfredo tenía razón en todo, no había nada que responder. Alfredo decía toda la verdad, por más terrible que le pareciera. De pronto se sintió cansado, muy cansado, y ansioso. No supo qué esperar pero lo esperaba.
—Yo ya empecé a leer el diccionario —los dos rieron.
***
Alfredo caminó colina arriba antes de ir a su casa. Llegaría hasta la cabaña al final de la calle. Era una cabaña de madera aunque con cimientos de concreto. Tenía una chimenea y un porche. El anciano se acercó a la puerta y tocó con el puño. El silencio que respondió lo hizo sentir viejo y decrépito, más cerca de la muerte que de la vida. Una sonrisa temblorosa se marcó en su rostro entristecido y dio marcha atrás.
—Es una cabaña muy linda —pensó.
Y lo era.